lunes, 8 de julio de 2019

Confesiones XII

Llevo unos días pensando, dándole vueltas a muchísimas cosas que tenía (y sigo teniendo) en la cabeza. Y creo que, después de todo, he llegado a algunas conclusiones y me he dado cuenta de algo.

Lo primero, es que muchas veces somos nosotros quienes distorsionamos la verdad, vemos lo que queremos ver, pero la realidad no es esa. Podemos querer ver que alguien ha cambiado, que se ha convertido en una persona que nos merece, pero es solo nuestra imaginación. Lo cierto es que, posiblemente, todo sea igual que antes.

Y también he aprendido, o eso creo, que sí, que está bien arriesgarse y no quedarse con la duda, que está bien tirarse a la piscina, pero no a una en la que ya te tiraste y te diste la hostia porque no había agua. Puedes luchar y pelear por alguien, jugártela porque crees que va a salir bien, pero lo que yo ahora pienso es que, si una persona te hace daño la culpa es suya, pero si te lo hace más de una vez la culpa será tuya por volver a caer y por volver a confiar en alguien que no se merece esa confianza.

Aun así, aunque haya gente que me ha hecho abrir los ojos a base de decepciones y golpes, y de creer que eran buenas personas cuando han resultado ser todo lo contrario, sigo creyendo que hay otras que merecen la pena. Y, en algún momento, yo me encontraré con alguna de ellas.



Puedo vivir en paz porque he amado y vivido lo mejor que lo he sabido hacer, 
es decir, 
con cada coordenada de mi piel, 
con cada rincón de mi boca, 
con todo el poder de mi mente, 
con cada latido, con cada entraña.

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