miércoles, 20 de noviembre de 2019

Confesiones XVI

Las Navidades se acercan y yo ya estoy empezando a sentir ese nudo en la garganta que solo consigo deshacer llorando. Esta época es cuando más me acuerdo de la gente que me falta, de todo lo que no tengo, y me doy cuenta de que en realidad estoy sola. Y es irónico, porque mi solución para pasar este trago es beberme todo lo que se me ponga por delante y me permita no pensar en nada. Porque sí, porque yo sola no puedo con esto, no puedo con la Navidad.

Antes, de niña, todo era más fácil. Nunca pasaba nada (o casi nunca, porque siempre hemos tenido un poco de mala suerte), siempre estábamos todos. Una familia pequeña, pero familia al fin y al cabo. Siempre me acuerdo de mi abuela pidiéndome el último abrazo y el último beso del año, antes de que empezaran las campanadas; o de lo contenta que me ponía cuando mi tío venía desde Valencia, solo porque las fechas lo merecían; o de mi padre refunfuñando que la Navidad eran unas fechas que no le gustaban, demasiada familia decía, pero luego era el más feliz de todos abriendo los regalos y comiendo rodeado de la gente que quería; o de las charlas sobre política que mantenían todos, mientras mi abuelo y yo pasábamos del resto y hablábamos de nuestras cosas, como los dibujos animados o las matemáticas.

Ahora eso es lo que me falta, familia, porque sin ellos las Navidades no son más que fechas melancólicas y tristes en las que piensas en todo lo que tuviste, en lo poco que lo aprovechaste, y en que nunca jamás lo volverás a tener.