lunes, 16 de marzo de 2020

Confesiones XXIII

Estar en casa encerrada me ha hecho pensar mucho. En todo, y en nada. Pero sobre todo en el pasado.

No recuerdo muy bien qué pasó hace ocho años, aquel 9 de abril. Supongo que mi cerebro ha querido borrar algunas imágenes de mi memoria para que no dolieran tanto.

Recuerdo despertarme temprano. Esa noche había sido la primera que dormía acompañada de un chico, pero no me había hecho especial ilusión. Vino a mi casa porque yo se lo pedí, porque no estaba bien, porque sabía que algo pasaba. 

Lo primero que hice fue ponerme a hacer los deberes de matemáticas. Era el último día de la semana santa y, cómo no, había dejado todo para el último momento. No pasó mucho rato cuando se abrió la puerta. Era mi madre. Levanté la cabeza y la miré, y supe que había tenido razón todo ese tiempo, que algo pasaba. Me puse de pie y, mirándome a los ojos, me dijo "Andrea, papi se muere".

¿Sabéis cuál fue mi primer pensamiento? ¿ Las palabras que se me pasaron por la cabeza en ese momento? No, no os las podéis ni llegar a imaginar.

Odié a mi madre, por no dejarme ir a verle los últimos días, por tratarme como a una niña cuando llevaba ya siete años siendo adulta, siendo consciente del monstruo con el que convivía mi padre.

Dejé de escuchar las demás palabras que me dijo, simplemente me puse unos vaqueros y bajé corriendo al coche. Una hora de trayecto, en la que por primera y última vez en mi vida recé a quien quisiera escucharme que por favor no se lo llevara todavía, que nos faltaban muchas cosas por hacer.

Y, como no, nadie me escuchó, porque cuando llegamos ya era tarde. Mi abuela lloraba sobre el hombro de su cuñada, gritando sin control. Yo me apoyé en la pared y caí al suelo. Una enfermera vino a ofrecerme algo, una tila creo, no lo sé porque no era capaz de escuchar nada.

Me agobié, salí corriendo, me escondí en el hueco de las escaleras del quinto piso del hospital. Y lloré, como nunca antes lo había hecho. Lloré porque estaba sola, y podía desahogarme. Lloré porque no tenía que explicarle a nadie por qué lloraba. No sé cuánto tiempo estuve allí sentada. Puede que minutos, puede que horas. Después, me sequé las lágrimas, me lavé la cara en un baño y volví a abrazar a mi abuela. Mis ojos no volvieron a llorar.

Horas más tarde, cantidad de mensajes y llamadas hacían que mi teléfono casi explotara. Recuerdo que la gente me hablaba llorando, y yo no soltaba ni una lágrima.

No suelo llorar conscientemente delante de la gente, no me gusta, me hace parecer débil, y la vida no me ha hecho así. Si lloro, es porque estoy a punto de estallar, y posiblemente llore por mil razones más de las que exteriorizo. Y esto poca gente lo ha entendido.

Hubo una vez, un año después en el instituto, que empecé a llorar cuando me dieron un suspenso en clase de filosofía. Empecé, y no pude parar. Una profesora vino a preguntarme que qué me pasaba, y yo no era capaz de hablar. "Estás triste, es eso" me dijo, y asentí. "Muy bien, no te preocupes, voy a llamar a tu madre", y no me hizo ninguna pregunta más.

Y es que lloro por tantas razones que no sería capaz de enumerarlas.

Lloro por mi padre, lloro por mi, lloro por nunca ser suficiente, lloro por impotencia, lloro por rabia, lloro por dolor...

Lloro porque le echo de menos. Echo de menos que supiera cuándo estaba bien y cuándo mal, cuándo necesitaba que me dejaran tranquila y cuándo tenía que traerme un trozo de chocolate y un zumo a mi cuarto. Entre nosotros, eso quería decir "sé que no estás bien, y no pasa nada, pero puedes hablarlo conmigo si lo necesitas". Echo de menos que alguien me entienda, porque mi madre y yo nunca hemos tenido ni vamos a llegar a tener jamás esa complicidad. No, ella ni siquiera lo intentaba.

Hay veces que no sé quién soy, ni quién quiero ser, ni hacia dónde voy, ni hacia dónde quiero ir. Solo quiero que venga, se acurruque conmigo en la cama y me abrace hasta que pase la tempestad.

Necesitarle duele, tanto que a veces me cuesta respirar. Pero intento no estar así, intento ser fuerte y valiente, y hacer como que me gusta la vida, como que creo que merece la pena vivirla. Porque él se enfrentó a toda clase de monstruos, y aún así siempre tenía una sonrisa para todos.

Así quiero ser yo, algún día.


domingo, 1 de marzo de 2020

Confesiones XXII

Hace un año que te conocí. No es un dato relevante, ahora no tenemos ningún tipo de relación, pero que tú aparecieras me hizo replantearme muchas cosas.

Ahora sé qué quiero, qué me merezco. Supongo que desde entonces sigo buscando conectar con alguien de la misma manera que conecté contigo la primera vez. Todavía no lo he encontrado.

Aprendí que las películas románticas pueden pasar en la vida real, que puedes sentir que el destino te ha cruzado con alguien porque teníais que conoceros. Y me da igual que no fuera un "para siempre", yo contigo sentía que levitaba, que era fuerte y que podía con todo, que era feliz.

También aprendí que a veces es bueno hacer cosas que están mal, porque merecen la pena, aunque los demás te digan que no lo hagas, a mi me mereció la pena.

Lo creas o no, cambié cuando te fuiste. Soy más desconfiada, ya no consigo apostarlo todo por alguien. Voy siempre con miedo a que se vayan y desaparezcan de un día para otro, como hiciste tú, no soy capaz de abrirme a alguien. Y eso me jode.

Solo espero que no seas el último (ni el único) que me haga sentir así. Me cuesta aceptarlo, pero soy una romántica empedernida, y sé que hay alguien ahí fuera para mi. Y no, no fuiste tú, pero ojalá me haga sentir tan solo la mitad de bien que me sentía cuando estaba contigo.


Me han dejado maniatada la Gran Vía, 
que es la vía más pequeña que encontraste.
No fue mentira, no fue desastre,
tan solo vimos fugar nuestra estrella al pasar.
He venido a que me cuentes tu historia,
no a que arranques con tu piel mi memoria.